viernes, 20 de febrero de 2009

MAN

El estudio de la formación del carácter de un hombre supone siempre adentrarse en un laberinto de pasiones insondables y grutas oscuras de turbio deseo. Aunque pretender la universalidad de cierto enfoque sea tarea que naufraga indefectiblemente en los sinuosos meandros de la aporía, vale la pena señalar algún que otro tópico que, si bien acaso no sea universal, sí que resulta extendido en extremo worldwide. Pongamos un ejemplo. Pese a que hace ya tiempo que no se habla abusivamente del tema, acaso por la decadencia de un ideal a todas luces minoritario, muchos de nosotros hemos crecido obsesionados con el espinoso asunto del tamaño, longitud, grosor y dureza del falo, propio y ajeno, y con las múltiples implicaciones que dichas cualidades acarrean en la vida de todo hombre, siendo un elemento fundamental en el desarrollo del niño y en la formación de la autoestima del adolescente. Freud dedicó muchas y muy hermosas páginas a este particular, aunque sus escritos al respecto, como gran parte de su obra, hayan perdido vigencia con el advenimiento de los tiempos recientes y los nuevos enfoques de la antipsiquiatría propugnados por Franco Basaglia en los años setenta, entre otras corrientes de investigación.

Ha tenido que ser Graham de la Cruz quien, en un breve fragmento de su ensayo Van a por Nosotros, vuelva a poner los puntos sobre las íes acerca de un tema que, digan lo que digan, está profundamente implantado en el subconsciente colectivo. He aquí el texto en cuestión:




De Sifredi hay que hablar, eso está claro. Para el ignaro que no lo sepa, Sifredi es conocido en el mundo entero por tener un rabo gigante, de cerca de medio metro de largo y otro tanto de diámetro, con el que taladra a todos los seres que se sitúan delante de él en los soberbios filmes porno que protagoniza. Cuenta la leyenda que Sifredi lleva erecto desde la adolescencia y que todavía hoy, a punto de cumplir los setenta años de edad, en los ratos en que no penetra, se masturba incansable, obsesivamente, ostinato. Este es uno de los rasgos que más llaman la atención en él: Sifredi, según parece, es capaz de mantenerse en una constante actividad sexual a todas horas, no se detiene jamás e incluso tras la eyaculación y evacuación de toda la leche mangorra que yace en sus enormes cojones, puede mantener el mismo ritmo frenético, industrial, de sus embestidas, sin perder un ápice de vigor y dureza fálicos.
Todo hombre quisiera ser similar a Sifredi, esto es bien sabido, aunque algunos no lo reconocen. Anhelado por todas las mujeres de la Tierra, Sifredi constituye una imagen ideal del macho absoluto, el varón dandy, hercúleo, alto, engominado, latin, bello, sifredi, chuloputas, italiano, español, blandiendo su cimitarra, héroe mediterráneo como ninguno, como sólo él, como todos quisiéramos, dador de placeres infinitos y desgarros voluptuosos, macho, macho, machomén.
Yo también quise siempre ser lo más sifredi posible, pero claro, no es fácil. La naturaleza no tiene en cuenta nuestros deseos. A unos los hace bellos y fornidos, a otros enclenques y deformes. Da igual, porque para eso está pensada la industria, esa forma que tenemos los humanos de corregir los designios de un demiurgo indolente a nuestras quejas y súplicas. Hace un tiempo descubrí gracias a ella un modo infalible de acercarme a mi modelo. Ocurrió de la siguiente manera: una noche, late at night, sentado como suelo ante el televisor en busca de experiencia vital y emociones fuertes con ayuda del mando a distancia,
al mando, recalé en la teletienda, maravilla de maravillas, donde presentaban un artilugio que prometía obrar el tan buscado milagro de la transformación. Se trataba de Androrrabo®, ingenio consistente en un juego de argollas y alambres que basándose en el principio físico de la tracción y en las más avanzadas teorías comparativas sobre fisiología humana y equina, prometía, por boca de médicos auténticos y profesionales que a todas luces decían la verdad, ser capaz de alargar el miembro viril unos veinte centímetros en pocos días. Sobre la marcha apunté los datos y al día siguiente lo mandé a pedir.
Pasé una gran ansiedad mientras esperaba. Al llegar a mis manos, cuatro días después, lo primero que hice tras despedir al mensajero de correos fue ponérmelo, por supuesto, qué otra cosa iba a hacer, en las cimas de la desesperación, con toda la urgencia que la situación requería. Tan pronto lo tuve puesto me empezó a doler, pero ello no me amedrentó. Me dolía el artilugio, me dolía y aún me duele, el maldito, pero para ser un hombre hay que saber sufrir. Han pasado unos meses y todavía lo llevo puesto a todas horas. Tengo el pene más largo y me siento más hombre y más feliz. Lo importante es estar a gusto con uno mismo. Pese a que el glande me sangra con frecuencia y que he sufrido la gangrena del huevo izquierdo, que me ha debido ser extirpado, no cejaré en mi empeño de ser el hombre de mi vida, el hombre de mis sueños, el hombre más hombre.
Androrrabo® te enseña que no hace falta ser negro para tenerla descomunal, te enseña que todos podemos ser sifredi and happy. Macho del barranco, yo seré un hombre por ti, renunciaré a ser lo que fui. Yo y tú. Tú y yo. No digas que no.