domingo, 23 de noviembre de 2008
El punto nazi
jueves, 20 de noviembre de 2008
Queremos ser tu banco
1. Me habían sustraído setenta euros de la cuenta del banco por la puta cara. Esperaba mi turno en la sucursal donde había abierto mi cuenta, años atrás, para pedir explicaciones. Cuando al fin pude sentarme y antes de que empezara a exponer mi queja, el empleado que me atendía al otro lado de la mesa me enseñó una lámina donde figuraban distintos modelos de tarjetas de débito y de crédito, de diferentes colores y diseños, muy bonitas, y empezó a hablar a toda velocidad:
3. Amy era la hija ilegítima del menor de los Rockefeller y, pese a no haber sido reconocida oficialmente por su padre, ocupaba un alto cargo directivo en la sección neoyorkina de Morgan Stanley, banco del cual la famosa familia es accionista mayoritaria. La había conocido en Harvard, años atrás, y quiso la casualidad que coincidiéramos una noche en una cena que Tony Palmer ofreció para recibir a una estrella del rock inglesa (juro que no recuerdo si era Mick Jagger o Elton John o algún otro de esos artistas equívocos que tanto le gustan a Tony) en su piso de Manhattan. Yo era en ese contexto un claro advenedizo que venía acompañando a James McDonald, mi superior en la oficina de Wall Street. De ahí la alegría de encontrarme con Amy después de tanto tiempo aquella noche en que todas las caras me resultaban desconocidas y un punto hostiles. No voy a aburrir a nadie contando de qué hablamos ni cómo fue que esa noche se fraguó una relación que habría de durar siete largos meses.
Una tarde de otoño, estaba con Amy en su apartamento de Long Island. Habíamos estado bebiendo Bourbon y esnifando cocaína y a mí me había dado por filosofar. Siempre me gustó la disertación erudita. En Harvard, Massachussets, cuando era estudiante de tercer año, incluso edité una revista de pensamiento jurídico y en torno a ella organizábamos charlas y coloquios sobre temas dispares. Pero con la que estaba cayendo en aquellos momentos yo sólo podía pensar en la "crisis". La intervención del estado en ayuda de las instituciones financieras con problemas suponía una clara contradicción de las teorías liberales en las cuales yo había creído siempre. Yo me crié con Friedman y Hayek y soy de los que sigue pensando que la intervención de Roosevelt en los años treinta, más que solucionar la crisis, contribuyó a agravarla. Bien es cierto que sin esa ayuda que ahora se destinaba nos íbamos a pique, o al menos tendríamos que hacer cambios estructurales de calado y grandes sacrificios a los que no nos sentíamos inclinados. Y hablo en plural porque yo, a pesar de ser un simple directivo que sólo posee discretos paquetes de acciones en algunas de las compañías afectadas, me siento una parte integrante de esa cultura de la libertad que tanto progreso ha traído a este sucio mundo y que la banca internacional representa mejor que nadie.
Le hablaba a Amy de la libertad, del viento y de las fuerzas de la naturaleza que se desatan, de la naturaleza humana que es capaz de desatar vientos más poderosos que aquellos que azotan el Golfo de México, del crecimiento de las mareas y del movimiento de capitales. ¿Qué ha fallado? le preguntaba a Amy, pero ella estaba absorta, preparando una tarta de chocolate. La libertad, seguía yo, ese bien supremo, está en nuestras manos, la libertad absoluta, esa utopía que el hombre persigue desde el comienzo de la humanidad, la libertad en forma de poder, igualada al poder, la libertad y el trabajo de conseguirla, el juicio racional, el cálculo, la estrategia... Sí, es cierto que la libertad impone una lucha en la que hay que mantener la cabeza fría, asumir los riesgos, ser implacable con el adversario, saber forjar alianzas y saber romperlas cuando la situación lo aconseje, ese vértigo incomparable del combate y la incertidumbre, sólo apto para los individuos más fuertes, la magia de los números, los experimentos y la alquimia del juego de valores, saber jugar a las cartas, intuir las reacciones a nivel mundial, saber que cada paso está sometido al escrutinio de la historia y saber que la historia es la historia de los ganadores.
La naturaleza humana es caótica y toda vida social se mantiene en equilibrios precarios. Sólo los fuertes saben imponer un orden, el orden de Apolo, en medio de la confusión y la congoja reinantes. (Amy jamás ha conocido esa congoja, pues tiene tanto dinero que hace siempre lo que le da la gana, como su amiga Paris Hilton. A decir verdad, yo tampoco sé qué es eso de la congoja, pero he leído mucho al respecto e intuyo que la congoja es lo que sienten los soldados que van a morir a la guerra). Escúchame, Amy: el ser humano es una bestial natural, un depredador omnívoro que guía sus pasos de acuerdo con el instinto de supervivencia y la voluntad de poder. Está dotado de una máquina perfecta de raciocinio, que es el cerebro, y está inspirado por una luz de la que nada sabe. En este mundo unos pocos se salvan, los más perecen en la ignominia. Nosotros, los nuestros, estamos llamados a triunfar y a traer la luz al mundo puesto que hemos sido colocados en la cúspide de la pirámide por la corriente de la historia. El orbe entero nos mira y las naciones se someten a nuestro criterio; el vulgo nos imita o perece: los que no entienden el significado de la verdadera libertad están condenados a la ruina y a la barbarie. Somo capitanes de navío en el océano del tiempo, como aquellos antepasados que abrieron las nuevas rutas comerciales, aquellos hombres valientes y duros que enfrentaron mil peligros y supieron someter a los más abyectos pueblos paganos, llevando el orden del número, la justa medida, el principio del progreso a los más remotos confines. Queda mucho por hacer, Amy, amor mío, y ahora estamos en tiempo de contracción, la marea está bajando afuera, en la playa, y el capital que el estado nos insufla en estos tiempos anuncia una nueva ola de inversiones, una nueva crecida, aún mayor, en concordancia con el aumento del nivel de las aguas del deshielo: quien quede por debajo de los límites que hemos de imponer perecerá ahogado, es la ley natural. Impondremos unos límites, seremos despiadados en aras de un progreso mayor, el mundo ya se unifica en torno a nuestro concepto y la luz de nuestra belleza, el brillo inigualable de nuestra potencia, cegará a los herejes y causará maravilla y pavor.
Amy había acabado de preparar la tarta y me miraba, en pie. Estaba desnuda de cintura para abajo. No se había molestado en vestirse después de que hubiéramos terminado de hacer el amor. Todo estaba en desorden en su apartamento y ya atardecía. En el atardecer las ideas a veces se tornan sombrías, la luz decrece y el ánimo ha de bregar para entrar con buen pie en la noche. Amy, mi dulce Amy, niña descarriada con cuatro masters en publicidad, dime qué es lo que quieres, dime qué puedo hacer por ti, dime cuáles son tus apetencias, ay, mi bien, aún no sé quién eres del todo, qué es aquello que guía tus pasiones, qué es aquello que te hace sentir bien. Ella me miraba sin decir nada, burlona. De improviso, esbozando una sonrisa, me dijo:
Do you know what I like the most?
Cake fart.
lunes, 17 de noviembre de 2008
Más de lo mismo
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=76075
Mientras tanto, por aquí y por allá, los despidos avanzan, los conflictos continúan.