miércoles, 2 de abril de 2008

salir al mar

Salir al mar. Esa es la idea. Dejar atrás las fachadas de los comercios sin esperar ningún encuentro por el camino. ¿En qué momento se agotaron estas calles? Antes el mundo empezaba al romper el umbral de la casa infantil, con sólo pisar la acera gris de la calle Menéndez y Pelayo y temblar con el motor de los coches. “Aquí empieza la verdadera vida”, era la idea. Ahora la idea es salir al mar. Cierto día comenzó a palidecer la vista mítica que impregnaba la adolescencia en una ciudad poscolonial incapaz de gestionar su tamaño creciente, incapaz de digerir tanto coche, tanta tienda, tanta prisa. Sobre todo la prisa se aviene hoy muy mal con la ciudad de Las Palmas. La vista mítica descubrió el hastío, y no volvió la delectación de los panes crujientes en la rampa que sube al Mercado Central, ese edificio de los tiempos primigenios, del cochecito del bebé, un edificio extrañísimo, no volvió a ser Mesa y López ese Amazonas de coches, coches, coches, coches y gente absorta y tiendas que había que vadear con heroísmo para enfilar hacia la aventura al fondo del pasillo de Tomás Miller, y, sobre todo, dejó de ser el Corte Inglés ese templo del deseo, esa Navidad perpetua cuya librería era una isla dentro de muchas islas (“Escribir poesía en Canarias es vivir la muerte”, que decía aquel poeta/ desde el istmo de La Isleta/ yo soy Chona la Cangreja/ hija de Pancho Paíndo) y pasó a ser, el Corte Inglés, como digo, lo que verdaderamente es: el puto Corte Inglés. No volvieron muchas cosas porque las cosas, en general, no vuelven. Salir al mar entonces, como ahora, pero entonces había encuentros a los lados de la calle, la ciudad estaba llena de puertas. Estas calles se agotaron, ahora lo cree así, a medida que los amigos se fueron marchando o marchitando, o quizás fue uno el que se marchitó, vete a saber, poco importa, aún hay que atravesar el rugido de Mesa y López, dejar atrás el templo del deseo y sus gentes respirando amapola en los escaparates, y adentrarse en Tomás Miller, hacia la zona mora al fondo, que ahora se bate con las campañas de saneamiento de los edificios de luxe de nueva construcción. En el cruce de Ripoche se busca con la mirada: ¿y las prostitutas? Esta es la famosa calle Ripoche, antiguo refugio del lumpen portuario. No se ven prostitutas, pero aún subsisten las tiendas de los indios, algo es algo. La Casa Suecia en el cruce con Luis Morote no ha dejado de ser un lugar amable, o acaso sea la cercanía del mar que ya llega en la sal del aire, luchando con el humo de los coches que pierden la última batalla al borde mismo de la ciudad, como lucharon los guanches/ hasta la liberación. Ya salimos a la Avenida de las Canteras, al eterno punto de encuentro con alguien conocido, con alguien querido, con cualquiera, pero hoy vamos directos a la orilla. Dicen que el agua del mar marchita las flores de tierra. Pero no se puede matar con agua del mar una flor marchita. Le hará bien salir al mar con todo el cielo por delante y seguir por la arena hacia las rocas de la Puntilla. El límite de la ciudad nos dice cómo podría ser todo si quisiéramos. Alguien fuma sobre la roca desnuda, más allá de los juegos de playa: se produce el encuentro. Es hora de salir al mar y dejar atrás esta ciudad.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Como dice Juan Jiménez: "...transformar la melancolía en esperanza..."

Anónimo dijo...

Bravo.

Anónimo dijo...

una ciudad detrás, el mar después con sus otras calles, y sus otros olores y sus otras orillas de tierra viendo como se le abalanzan cachanchanes de cemento y maremotos de luces, y polvo como mandíbula... a veces desde cada extremos se logra escupir lo otro.

el mareado

Anónimo dijo...

Ya va siendo hora, sí. La hora del escualo.

Unknown dijo...

felicidades, davidei